En el siglo IV, momento de la poesía pre islámica, se creía que el poeta, al igual que los adivinos, estaban dotados de un poder sobrenatural que residía en la magia de sus palabras. Así, se utilizaba el mismo verbo, ansada, en el sentido de “murmurar conjuros” y “recitar versos”. Ambos personajes eran objeto de consulta antes de emprender un desplazamiento significativo o una guerra y estaban inspirados, además, por los mismos seres: “los genios del desierto”. Si a ello añadimos que el poeta era, ante todo, el portavoz de su tribu, por cuyo honor velaba con sus versos actuando como un verdadero agente político, comprenderemos el poder que ejercía en el seno de una sociedad en la que, además de ser necesario, era objeto de un miedo reverencial por el efecto demoledor de las sátiras. El poeta Imrul Qays dice en este sentido: “La herida que provoca la lengua es como la que la mano provoca”.
Con el tiempo, la función del poeta se distanció de la del adivino para centrarse sobre todo en desanimar al enemigo mediante maldiciones.
Con el tiempo, la función del poeta se distanció de la del adivino para centrarse sobre todo en desanimar al enemigo mediante maldiciones.
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